La importancia de Peter Pan no hay que buscarla sólo en el hecho de que pertenece a ese singular grupo de obras literarias que ni siquiera hace falta leer para sabérselas de principio a fin gracias a la multitud de adaptaciones que han padecido, sino más bien en la circunstancia de haber moldeado un complejo patológico que, de alguna forma, recorre de la cabeza a los pies todo el siglo XX. En efecto, el siglo XX, si lo miramos con un poco de ironía y podemos prescindir de la compasión, ha sido el siglo del Niño. Wyndham Lewis se dio perfecta cuenta de ello cuando desmenuzó las ansias de infantilismo que informaban algunas de las aclamadas obras vanguardistas. Los ballets rusos de Diaguilev, la prosa balbuceante de Gertrude Stein y las tiernas situaciones cómicas de Charlot le servían para ejemplificar el éxito de, por decirlo con un monstruo lingüístico, «lo Niño». A los ejemplos aportados por Lewis se podrían agregar muchos otros en diversas disciplinas: ¿no hay algo de infantil y maravilloso en la teoría de la relatividad de Einstein? ¿Y qué me dicen de la fijación de Freud en buscar todas las soluciones a todos los problemas en esa Atlántida llamada subconsciente, donde lo que ocurrió en la infancia dicta las respuesta precisas para cada neurosis? Desde los aplaudidos monigotes de Joan Miró a la espléndida gamberrada de Duchamp, desde las preguntas de Wittgenstein (si un perro pudiera simular dolor a sabiendas de que le reportaría algún beneficio, ¿lo simularía?) a la victoria sin paliativos de novelas como las de Harry Potter o películas como 'Matrix' o 'El señor de los anillos', pasando, irremediablemente, por las maquinarias atrozmente infantilizadoras de regímenes políticos que convertían la guerra en un juego y anulaban a las ciudadanías para transformarlas en rebaños.Curiosamente no se paró Lewis en Peter Pan, el niño que se negaba a crecer y que habría de convertirse en el espejo eufórico de toda una civilización enamorada de los avances técnicos -y cuánto ha servido la técnica, como bien ha demostrado Jünger, para hipnotizarnos y aniñarnos, para someternos a la erótica de la máquina, esa gigante que, en efecto, como presintió Don Quijote, no era sólo un molino de viento-. Es propiedad del niño no saber de la muerte, no tenerla como enemiga natural, no concederle importancia: para el niño la muerte de un ser querido es menos trágica y violenta que la destrucción de un juguete. ¿Y no es, en puridad, el afán primordial de la avanzada tecnología científica de hoy, matar a la muerte? Ya hay neuropsiquiatras que hablan de la posibilidad de descargar nuestra memoria en un archivo, crear con nuestros datos genéticos un clon al que incrustarle esa memoria, y crear así, no un duplicado, sino un ser detenido en la edad que prefiera: por supuesto eso no es posible hoy, pero ayer tampoco era posible ir de Nueva York a Madrid en siete horas, y ya ven lo baratos que están los vuelos. Es cuestión de tiempo que acabemos matando al tiempo.
Recuérdese por otra parte que el Niño era la tercera y última etapa de las metamorfosis del superhombre estipuladas por su creador, Nietzsche: primero había de convertirse en un león, es decir, el rey de un territorio, después en un camello, es decir, una criatura capaz de almacenar su propio combustible para incrustarse en la soledad del desierto, y por fin en un niño, es decir, alguien capacitado para inventar un nuevo mundo. No es difícil ver en Peter Pan una atenuada imagen de esa tercera etapa de las transformaciones que conectan al hombre antiguo con el superhombre moderno. Por supuesto que Barrie podría alegar que no estaba entre sus intereses vindicar al superhombre de Nietzsche, que su ambición no traspasaba la frontera que se imponen quienes se limitan a querer cautivar a un público tan poco dócil como el infantil. Pero, una vez copiada su criatura por los manuales psiquiátricos, Peter Pan dejó de pertenecerle y pasó a sustantivar una patología que tanto habría de extenderse a lo largo del siglo que quizá llegó a culminar en un modelo de sociedad cuya inspiradora fundamental es el kindergarden, donde prima con aplastante seguridad en su poder de convicción la imagen, donde las apariencias ya no engañan porque son las únicas encargadas de decir algo, donde los mensajes han sido convenientemente triturados para nutrirnos con su papilla, donde, en fin, la Ley se expresa en eslóganes.
La infancia ha dejado de ser el paraíso perdido para convertirse en el paraíso deseado: de ahí que, como los niños, al ciudadano de las sociedades avanzadas le sea tan fácil prescindir del sentido de responsabilidad: la propia sociedad en la que se mueve le ofrece la eminente posibilidad de inventarse a un amigo invisible sobre el que cargar el peso de su responsabilidad, precisamente porque el niño es, por orden natural, irresponsable. Así comprobamos a diario que «responsabilizarse» se ha convertido en una antigualla a la que es cómodo renunciar.
Si hay un lugar en el mundo donde Peter Pan ha vencido clamorosamente, ese lugar es los Estados Unidos. La infantilización de la masa es perceptible en cualquier parte: no sólo en la prevalencia absoluta de los deportes como asunto de importancia capital para el propio sostenimiento económico de la sociedad, no sólo en los ciertamente vergonzosos y pueriles argumentos de los gobernantes para dirigirse a la gente, no sólo en la práctica de un periodismo ruborizante capacitado para manejar a la población y tenerla preocupadísima con asuntos banales, sino también en la obscena pedagogía religiosa que ha vuelto a dividir el mundo -y el mundo es el conjunto de hechos que se producen en él- en dos enemigos: el bien y el mal, ambos muy fáciles de describir: el bien es lo que me conviene, el mal lo que no me conviene.
Es por ello que Peter Pan es uno de los más peligrosos personajes que nos ha deparado la literatura del siglo XX: ofreció un modelo irresponsable que, escudado en la poesía del Nunca Jamás, al negarse a hacerse mayor y perder de vista la muerte como fundamento del ser -Peter Sloterdijk dice en alguna parte que la imagen que se le viene a la cabeza cuando contempla el espectáculo de una megalópolis contemporánea es «una fiesta de suicidas»: habría que agregar que es, en efecto, una fiesta de suicidas que no saben que están destinados a suicidarse, es más, no saben que están suicidándose- llega a la convicción de que habita un país ilusorio e irreal, cuyo único defecto es que, todavía, lo incomoda a menudo con dosis de realidad que cada vez soporta menos.
Publicado en Digital Sur: 11/02/2005
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